domingo, 12 de abril de 2009

Espejito, espejito

Siguiendo con la temáticas de la Semana Mayor, recuerdo aquella parte de la Biblia en la que sale santo Tomás diciendo que si no veía no creía.

He estado pensando últimamente mucho en eso (no tanto en las Santas Escrituras, sino más bien en todo este asunto de ver para creer) y sinceramente estoy sorprendido. Digo, en este mundo actual en el que TODO es pura imagen es difícil abstraerse de dichos paradigmas y hacerse el que ni fu ni fa.

Por eso es que admito sin ambages que soy una persona que se deja llevar por las apariencias. Una amiga dice que por lo general la gente se avergüenza de sus prejuicios, pero que en cambio yo parezco enorgullecerme de ellos. Pero es que bueno, si los demás pasaran por mis experiencias, de seguro serían iguales o peores que yo.

Por ejemplo, el Jueves Santo me tocó ir al trabajo. Como hay tan pocos viajeros en el sentido Palmares-San José los «eficientes» autobuseros de la zona optaron por enviar medio bus cada 36 horas. No me quedó más remedio que tomar la unidad de 8 de la madrugada. Resignado, me levanté temprano, me alisté y me fui a hacer fila antes de las 7:30 a.m. Afortunadamente (obviamente, mejor dicho), no había muchas personas en la cola, pero sí las suficientes como para llenarla. En fin, cuando estaba a punto de montarme, escuché a unos metros de distancia a una mujer pidiendo ayuda para pagar su pasaje. Intenté hacer caso omiso a la circunstancia hasta cuando ella enfrente de mí.

Llevaba uno de estos vestidos de moda amarillos que tanto gustan a las muchachas (estilo ochentero que parecen un camisón y con un «elástico» en la parte inferior lo que los hace abultarse como si fueran «bombachos»). Su peinado era una mezcla entre Amanda Miguel en sus años mozos y puta en cabanga. El rostro (si es que así podia llamársele) curtido como si nunca hubiera sido tocado por el agua. Podré ser grosero, pero no me gusta ningunear a la gente: la miré a los ojos y le negué mi limosna.

Seguí mi camino y me subí. Increíblemente, pese al gentío que iba delante de mí, el bus iba vacío. Tuve el lujo de elegir el puesto que quería. Me acomodé y observé cómo los demás hacían lo propio. De repente, subió mi «amiga» quien al parecer no tuvo inconvenientes para sacar el pase a punta del «menudo» que traía consigo. Vi además cómo cargaba bolsas de plástico con lo que parecía ser su ropa. Fue entonces cuando me percaté que su vestido no era tal, sino más bien una camisa de marca Náutica que le quedaba enorme. Por debajo unos hot pants (o chones de piernas largas) en los que no quise reparar por razones obvias. Sus sandalias y pies estaban sucísimos, pero a ella pareció no importable y los subió en el asiento.

Se abalanzó contra el asiento y se dispuso a dormir. Me olvidé de ella por unos instantes, justo hasta que se levantó de improviso, cogió algunas prendas de la bolsa y se dirigió hacia el chofer. Eso fue suficiente para que mi imaginación echara a volar: la paranoia me invadió y pensé que en su mano o dentro de alguno de los paquetes llevaba un arma. Como yo estaba inmediatamente junto a ella -solo el pasillo nos separaba- y me había negado a darle dinero, sería su primera víctima. De inmediato, saqué mi celular del bulto y casi que tenía marcado el 911.

Para mi fortuna, solamente estaba soñando despierto. Pero fue entonces cuando me invadió la duda: si Jesús se enojó porque santo Tomás no creía sin ver, ¿se enojará también porque yo creo viendo?

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